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La familia árbol

  • Foto del escritor: Hallyu Colombia
    Hallyu Colombia
  • 2 jul
  • 5 Min. de lectura

Por: Heidy Alexandra Barreto


Adolescente sentada en su cama, aislada en su habitación mientras ve el atardecer entre las cortinas.
Cr: abc

Quizás empezó cuando se alejó, sus excusas resultaron en oraciones cortas que no le costaran dar alguna otra explicación. Así fue al inicio, no hablaba, no reía, ya después no se esforzaba en las palabras y se alejaba en un “no quiero” y pasaba a su encierro del que no volvió a salir. Nadie pensó demasiado en ello, las etapas de la vida se basan en cambios constantes, ella estaba pasando por uno como todos los adolescentes que ha habido en esta casa. O tal vez fue mucho antes que eso, cuando sus quejas eran todos los días, le dolía, siempre le dolía algo, alguna pequeña parte de su cuerpo se hacía presente en sus lamentos, reclamaba por atención. Una pierna, sus dedos, a veces los ojos, las orejas, o el pecho que constantemente le pesaba, insistía en que la presión era tan grande a veces que sentía que se le iba a caer su corazón.


Todos cerramos las puertas con candado cuando necesitamos privacidad, ella las cerraba porque necesitaba la suya, nadie le golpeaba porque las luces siempre estaban apagadas y romper su tranquilidad podía empeorar su alejamiento de nosotros, solo necesitaba tiempo. Todo este espacio que le dimos creció en olores que emanaba su cuarto por entre la puerta y el piso, cada vez que nos encontrábamos cerca se podían oler los días de paseos en el llano cuando salimos con las bicicletas y pasábamos por las carreteras infinitas, el sol de la tarde ya no picaba en la piel solo cumplía con darnos la luz suficiente para llegar al río más cercano, en donde la tierra se unía a el agua y los grandes árboles dibujaban siluetas en el cielo. Olía a las corrientes que se llevaban toda la energía que le quedaba a nuestros cuerpos, ella nunca aprendió a nadar, nunca hubo el tiempo suficiente o quizás la paciencia para enseñarle a mover correctamente los pies y aun así el aroma del agua salía en pequeñas danzas silenciosas y tímidas como esas brisas que regalaba la tarde, aquellas que subían a los árboles para unir la danza con las hojas. Siempre nos dejaba con el cansancio que solo un sueño profundo podía quitar.


Pasó mucho tiempo antes de que nos diéramos cuenta de sus salidas al inicio de la madrugada. Nunca hizo ruido, la puerta llena de candados nadie la escuchó, los pasos descalzos no sonaban retumbantes entre las paredes, ninguna respiración agitada o asustada, nada. Ese día, primero sentimos los golpes contra las paredes, nadie salió porque quizás solo era alguno de los animales de los vecinos, pero su respiración estaba tan acelerada que sus suspiros se hicieron seguidos. Cuando se estresaba, normalmente intentaba regular su respiración, así supimos que era ella, aquella que se estresaba por la más mínima cosa que sucedía en su vida, quien siempre tuvo miedo de estar sola mucho tiempo y no decía nada cuando alguno de nosotros mencionábamos algo relacionado a su cuerpo, quien ahora salía de su habitación solo cuando dormíamos, ahora chocaba con todas las paredes y eso la enojaba. Fue también la primera vez que la volvimos a ver, o al menos a su sombra que relucía en la penumbra, era mucho más grande desde la última vez que la vimos, eso seguramente por toda la comida que le dejábamos en la puerta que a las horas, cuando volvíamos a pasar, ya no estaba. Puede que lo demás que percibimos fuera a causa del sueño, sus brazos se parecían más a las ramas de los árboles y su espalda se curvaba como las maderas que se buscan entre sí para entrelazarse y crecer. Aun así ninguno de nosotros tuvo el valor de acercarnos y mirarla, ya en ese momento sentía cómo olvidaba su rostro, su voz ya no resonaba en mí.


En todas sus idas a las caminatas mañaneras desde ese día, poníamos un despertador que sonaba segundos después de que se fuera, a veces no dormíamos por la intriga de saber si escondía algo, como todos los jóvenes de su edad que guardan consigo miles de secretos. Las primeras veces la puerta la encontrábamos cerrada, el día que se le olvidó cerrarla no esperamos mucho para entrar a mirar. El ambiente oscuro guardaba consigo hojas botadas, enredaderas subían por las paredes llenas de flores con colores opacos, casi sin vida. Fue como un hechizo el que nos hizo quedarnos allí, pasaron más minutos de los que duraba normalmente su caminaba bajo el tenue sol de las 5.


Fue más sorpresa para nosotros cuando volvió, sus brazos no parecían tener una misma dirección, de sus dedos salían pequeñas hojas verdes igual de oscuras que las regadas por el suelo, su cuerpo como en las sombras era más alto, como si hubiera crecido de un día para otro, algo más que venía con la adolescencia. Su rostro había cambiado por completo, sus ojos eran dos flores blancas que no miraban a ningún lugar en específico, su nariz era un pedazo pequeño de madera y su boca ahora también era una enredadera, si sonreía o no, no lo sabríamos. Solo supimos de su enojo cuando de su boca salieron palabras crujientes, como si la madera que era ahora era su piel estuviera moviéndose en un intento de grito. Salimos porque no debimos entrar allí desde un principio, está creciendo, es parte de su inicio en la vida adulta, no debemos entrometernos o quizás sí, pero el miedo a siquiera tocarla se hacía presente cada vez que pensaba en sus flores blancas que no sabía si me veían a mí o a mis acompañantes o tal vez a ninguno.


Volvimos a entrar a ese lugar cuando no salió a dar sus paseos, no respondía cuando tocábamos ni siquiera con algún crujido, rompimos la cerradura y la puerta difícilmente se abrió. Adentro parecía un jardín oscuro, las flores eran hermosas en sus tonos apagados y desgastados, las raíces de un árbol recorrían el lugar, pasaban por debajo de la cama y la atravesaban con fuerza. El árbol, lo más hermoso de la habitación, subía hasta el techo con la altura perfecta para no chocar con él. Todos los días entrábamos allí para regar las flores y el árbol que, quizás crecería tanto como para romper todo a su paso. A ella no la volvimos a ver, seguro en uno de sus ataques de libertad decidió ir más lejos en la caminata y se le olvidó el camino de regreso, no la buscamos, ya casi era una adulta y debía prepararse para cualquier cosa.


Nos quedamos con el árbol al cual no podíamos dejar de ver, cada vez que nos parábamos frente a este nos daba las imágenes de su vida propia, algunas eran aterradores recuerdos de dolores solitarios, otras eran de días frescos afuera con el sol temprano que nos llenaba de un poquito de energía. A veces de sus hojas caía el agua como una cascada y llenaba el lugar de pequeñas lagunas, los grillos que empezaron a vivir en este lugar cantaban para nosotros y para el árbol.


Cuando ella ya no pasaba ni por un segundo en nuestros pensamientos, nos dimos cuenta de que no volvería y el árbol se había apoderado de toda la casa, las enredaderas cruzaban todo el lugar y las lagunas llenas de las hojas oscuras eran mucho más grandes, ya no solo eran grillos los que estaban por ahí, también pequeñas tortugas y cisnes tan blancos como las hojas que empezaron a crecer en lo más alto del árbol, ese lugar ya no era nuestro desde el día en el que el árbol apareció y cómo ella, nosotros también tomamos nuestros propios caminos, ese día cuando nos despedimos, nuestros brazos estaban convirtiéndose en ramas torcidas que venían con dolores palpitantes en el pecho y sensaciones de soledad inmensas.


Persona abrazando un árbol en un bosque.
Cr: freepik

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